El tió Juanito de Xodos (1921-1996)

Diego Patán

Autor del libro Estos cuentos ya hablaban de ti. Junto al músico Serkan Tosur y la bailarina Diana Sanchís creó el espectáculo Un primer día, en el que lee y narra sus cuentos.

Cada palabra de este breve retrato merecería una historia aparte, por lo que agradezco a quien lo lea la consideración por mi esfuerzo en sintetizar, y la paciencia por tanta laguna. La paciencia será recompensada cuando llegue el libro completo. ¡Gracias!

Juan Gasch Barreda (1921-1996) era conocido por todos como el Tió* Juanito. Nació y vivió en la remota aldea de Xodos a 1254 m de altitud, en la provincia de Castellón, al norte de la Comunidad Valenciana; embaucador y superviviente hasta la médula, se libró de la guerra civil en los dos bandos.

Era muy conocido por su carácter festivo y sus anécdotas y muy conocido también, por todos y todas las neorurales, pues en la eclosión de este movimiento en España, a finales de los 70 y primeros 80, muchos pasaron por su casa, se alojaron en alguna de sus masías o entraron en turbios tratos con ganado (en ningún momento pondré en duda sus principios, pero si juntas cabras, jipis y al Tió Juanito en la misma ecuación, sólo puede ser… complejo, dejémoslo así…, y a la larga, muy divertido).

Él descubrió un mundo, el de los “pipis”. (La fonética del valenciano no incluye el sonido castellano “j” al principio de palabra), y la falta de conceptos externos sobre aquellos extraños “peluts” (de pelo largo, peludo), llevaba a los nativos a llamar “pipi” a todo aquel que vivía en masías sin ser del terreno, aunque fuera un abogado con traje. Un mundo, sobre todo en los primeros años, de tíos y tías que solían ir en bolas y que experimentaban con la vida contemplativa, la agricultura y las drogas, principalmente.

Los “pipis” (yo lo fui, lo soy, de hecho), descubrimos a uno de los últimos depositarios de mil tradiciones, según la búsqueda de cada cual.

Le conocí en el invierno de 1993. Yo llevaba trenzas atadas con tira de cuero, tres para ser más exacto, una chilaba corta de lana, pantalones de chándal de algodón morados y botas de montaña, y la primera impresión fue desconcertante. No solo porque me insultó, me dio a fumar de su tabaco de monte de cosecha propia -a medio camino entre el extracto nuclear quántico de nicotina y el aroma más reconcentrado de establo arcano- sino porque salí de su casa con la cesión de una masía, que habría de ser mi lugar en el mundo más amado hasta hoy. (La verdad es que esa vez volví al pueblo a buscarlo otra vez, porque no sabía muy bien lo que había pasado… y a por la llave, si es que era verdad lo de la masía).

La época de los pipis pioneros había pasado, y tuve, por fortuna, mucha de su atención bastante en exclusiva.

Desde el primer día fui abandonando o adaptando a su influjo los objetivos que me habían llevado hasta aquellos recónditos barrancos, dejándome seducir por la apicultura a pelo (bueno, con un cigarro para hacer humo y de paso anestesiarse a las picaduras), la visita a fuentes inimaginables escondidas bajo tierra, la agricultura tradicional, el desuello de ovejas, la búsqueda de trufas o setas, y cualquier otra aventura (os aseguro que acababan siéndolo y no poco), en que tuviese a bien embarcarme, navegando por aquellas montañas, como él usaba decir. Aprendí su lengua para poder asimilar bien todas aquellas historias, los conocimientos sobre las plantas y comunicarme fluidamente con él. (De su generación muy poca gente hablaba castellano, incluso una vez les vi reírse de él por lo chocante que les resultaba escucharle usándolo conmigo).

El relato que viene a continuación proviene de una de aquellas veladas frente a la chimenea en que me regalaba con una mezcla de cotilleos, anécdotas con los jipis (llenas de gente desnuda sin pudor, marihuana, vino y amanita muscaria), junto con leyendas populares, historias truculentas y costumbres de animales de la montaña.

*Escribo “Tió“ con tilde en la última vocal porque así es como se pronuncia en aquellas aldeas y en muchos otros lugares. Aunque el uso de la tilde no sea correcto, la pongo para evitar que, por costumbre, la palabra se pronuncie como llana.

Meditación

El zorro tenía pulgas. Muchas pulgas.

Acostumbrado como estaba a estos inconvenientes, podía pasar sin hacer demasiado caso a ese picor continuo. Pero, astuto como era, se le ocurrió un plan. Buscó una charca, y se metió en ella, con un palito en la boca ¿Para qué sería?

Enseguida las pulgas se prepararon para la inmersión, como solían hacer por instinto, de forma que una vez el animal estuviese fuera y se secase, volverían a picar por doquier. El zorro se metió poco a poco, muy lentamente, muy despacio, y las pulgas cambiaron de estrategia, simplemente iban huyendo del agua hacia las partes altas.

El zorro ya había sumergido casi todo el cuerpo y las pulgas se agolpaban en la cabeza. Y el zorro siguió hundiéndose cada vez más lento. Las pulgas habían perdido la oportunidad de aferrarse al pelo y mantener una burbuja de aire, ahora se agolpaban en el morro, temerosas del agua que las rodeaba, sin poder hacer uso del pelo ralo del morro...

El zorro solo mantuvo fuera la punta del morro, justo para respirar...las pulgas migraron al palo, el único sitio seguro.... y en una rápida zambullida soltó el palo, ¡dejando náufragas a todas las pulgas en medio del agua!"

El mar


(A muchas leguas del mar, en una pequeña aldea en la Sierra Campesina).

Por los campos corrió la voz, ¡Llega El Mar, llega El Mar! Y con la llamada, un aire de profunda sorpresa y sobrecogimiento. Sabían que aquello podía pasar, pero allí jamás había sucedido y los viejos del lugar lo sabían muy bien.

Los campesinos recogían sus aperos, los pastores se apresuraban con sus cabras y ovejas, las mujeres abandonaban las tareas, y todos confluían hacia el antiguo castillo, donde los niños rodeaban por completo al recién llegado.

Su pelo era canoso y largo, hebras enmarañadas de plata vieja sobre azabache debajo de su gorro, arrugado el rostro sin edad, azul intenso en sus ojos dentro de unas órbitas profundas, de mirada imponente y serena. De espaldas al público, pareciendo ignorar a la muchedumbre, El Mar desenvuelve sus hatos y ordena sus escasas y extrañas pertenencias aprovechando el suelo firme de baldosas de la plaza. Cuentan cómo llegó, cómo se lavó en la fuente, dicen que antiguos símbolos y dibujos -de tierras legendarias y lejanos mares- cubren su espalda. Bajo su capa gris se adivinan ropas de viajero, gastadas y sin embargo, solemnes.

Cuando acaba de ordenar, limpiar y atar de nuevo sus pertenencias, se vuelve de cara a los aldeanos, ahora callados y expectantes por la ceremonia que acaban de presenciar. Él finge sorpresa al ver al público... “¡Ah!, ¡Conque estabais ahí, tan silenciosos!...”, y con un destello de picardía en sus ojos, comienza a imitar expresiones y rostros, como si fuese el espejo de quienes le miran, ahora avergonzados o divertidos, sin pestañear en cualquiera de los casos.

Anochece, y algunos de los asistentes portan antorchas. Una pequeña muchedumbre le rodea. Con autoridad, se hace llegar las antorchas en torno a él y comienza a desplegar sobre la pared del castillo una tela raída, maravillosa en dibujos y colores, más atrayentes si cabe por lo antiguo y desvaído.

Todos los ojos se posan en ese tapiz y comienzan a observarlo hasta olvidarse del andrajoso viajero. Éste, gozoso, observa cómo las maravillas se reflejan y se forman en los ojos de cada uno al ser creadas dentro de ellos.

Líneas picudas que se curvan formando espuma, subiendo y bajando, curvándose arriba y abajo. Animales monstruosos y quimeras; amables y sonrientes peces grises gigantescos, serpientes de mar, dioses marinos.

De no se sabe dónde, El Mar ha sacado un palo de lluvia que reproduce sin cesar un vaivén acuático hipnotizante. Los niños, que no pueden negarse nada de lo que sienten, son capaces de saborear el aroma húmedo y salino que tal vez nunca olerán; tan lejos está el océano de aquí.

Siguen los ojos recorriendo esa tela y siguen apareciendo nuevas figuras, como si cada línea fuese parte de infinitas formas que no cesan de crearse. Al cabo de un tiempo indeterminado como el de un sueño, en un tumulto, todos empiezan a nombrar cada animal, a especular con cada ser, con cada forma, con cada metamorfosis.

Cuando El Mar es preguntado, cuenta historias sobre aquel extraño ser, o aquel águila pescadora con un cofre en una de sus garras, la historia del Tiburón Mariposa o del Rey en la Isla de Manteca. Así, otea el horizonte con el palo de lluvia, rema con él, arponea o saluda, haciendo que el sonido del agua continúe su cadencia dado lo armonioso y preciso de los movimientos que enlaza con su narración.

En sus manos, el palo de lluvia suena igual que el mar, sereno y amistoso unas veces, temible y amenazador otras. Los asistentes se van sumergiendo más y más en ese lugar mágico que va tomando lugar ante ellos, condensándose en una realidad efímera y mágica.

Ni un perro se oyó ladrar esa noche.

Con el transcurrir de las horas, algunos padres acuestan a los niños que se han dormido, los que tienen obligaciones inaplazables, dolidos se van a descansar. La mayoría van arrebujándose en sus capas hasta yacer por los suelos en el ensueño de un mar que nunca han visto.

El primer canto del gallo despierta a un niño que forzado a acostarse por sus padres, se volvió a la plaza con una manta. Una delgada claridad va abriendo el cielo al amanecer hacia oriente.

Nada más abrir los ojos comienzan a gritar “¡Se ha ido! ¡El Mar se ha ido!”.

En el lugar donde iluminaron las antorchas, se clavan ojos somnolientos que creían haberse quedado en aquel mundo de inmensas aguas y fantásticas criaturas. Un paño aterciopelado, iridiscente por la luz de la aurora. Un bulto debajo.

Con un silencio reverencial se acerca el niño al bulto y mira hacia los otros pidiendo consentimiento. En los ojos de todos ellos una ansiedad que dice: ¡Venga, mira!

Tira poco a poco y luego ¡zas!, de un golpe recoge con las dos manos el paño y se queda mirando. Una caracola marina. Las habían visto en la tela mágica.

Todos la miran, la tocan con respeto. Luego el niño que la cogió se la pone en la oreja y exclama con enormes ojos desorbitados: “¡Es el sonido del Mar!, ¡Es el sonido que hacía El Mar con su vara! ¡Es el Mar!

Estos textos fueron publicados originalmente en el número 5 de la revista anual de AICUENT, en diciembre de 2019. Los dibujos que ilustran cada cuento también fueron realizados por el autor. “El mar“ fue incluido en el libro Estos cuentos ya hablaban de ti.





























































































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