De la niebla a la luz, mil maneras de sentir
Fina Mudarra García
Maestra de educación musical y cuentoterapeuta.
A la hora de abordar la realización del trabajo final de mi formación como cuentoterapeuta, valoré múltiples opciones que, en general, se orientaban hacia mi labor docente y a las actividades que realizaba con mis alumnos de educación primaria, decantándome finalmente por centrar dicho trabajo en la utilización de los cuentos como vehículo conductor para el impulso de la inteligencia emocional en los niños y niñas a quienes daba clase, a través de dinámicas grupales y propuestas individuales tendentes a permitir un mejor conocimiento de nuestro propio yo.
Con tal propósito, en primer lugar, consideré necesario investigar y documentarme sobre cómo se encuentra la situación en los centros educativos, en especial en la Comunidad de Madrid, donde desde mi experiencia docente venía observando desde hace años que el desarrollo de los contenidos curriculares se centra en un enfoque racional, dejando a un lado la aproximación a los mismos desde una perspectiva emocional que puede contribuir a facilitar su asimilación. Además, revisé las principales teorías sobre inteligencia emocional y su conexión con las teorías más consolidadas sobre psicología de la educación, llegando a la conclusión de que la educación emocional resulta clave para el logro de un desarrollo integral de la persona, siendo de particular importancia en la etapa escolar y, señaladamente, en la edad adolescente, pues los notables cambios que la acompañan producen con frecuencia en los alumnos trastornos emocionales que les influyen en todos sus ámbitos y en su rendimiento formativo, siendo motivo habitual de fracaso escolar.
Según se desprende de estudios impulsados por la OCDE, los niños deben equilibrar capacidades de forma globalizada para poder adaptarse al exigente, cambiante e impredecible mundo de nuestros días, siendo por ello necesario intervenir en edad temprana, con la ayuda de los docentes y los padres, que son actores clave para promover experiencias enriquecedoras en el ámbito emocional.
Tras documentarme y adquirir un cierto marco teórico, comencé a darle forma a un pequeño proyecto pedagógico, que estaba orientado a niños y niñas de 6 a 12 años al ser un rango de edad que, según la investigación realizada, es de gran relevancia en la creación de cimientos emocionales, por lo que se estima que las actividades serán más fructíferas para complementar su desarrollo integral. Lo que yo buscaba era, principalmente, lograr que fueran los propios alumnos quienes reconocieran sus emociones. Enumeraré a continuación los objetivos que me propuse:
Identificar necesidades, sentimientos, emociones.
Ser capaz de denominarlos, expresarlos y comunicarlos a los demás.
Identificar y respetar las emociones y sentimientos de los demás.
Progresar en la adquisición de hábitos y actitudes relacionados con el bienestar emocional.
Disfrutar de las situaciones con equilibrio y sosiego
Identificar emociones básicas propias y de los demás (miedo, alegría, rabia, amor, enfado, tristeza…)
Aceptar y controlar de manera progresiva las emociones en un entorno social cualquiera.
Desarrollar seguridad y confianza en las relaciones interpersonales.
Adquirir conciencia emocional y participar en conversaciones sobre vivencias afectivas.
Saber adaptar de forma progresiva la expresión de los propios sentimientos y emociones, adecuándola a cada contexto.
Asociar y verbalizar causas y consecuencias de emociones básicas, como amor, alegría, miedo, tristeza o rabia.
Las herramientas que escogí para conseguir estos objetivos son, por un lado, algunos de los álbumes ilustrados con los que me familiaricé durante mi proceso de formación como cuentoterapeuta. Y por otro, las dinámicas que fui creando para desarrollarlas después de cada lectura en el aula o tras los debates que surgieran con los niños. Realizando talleres intensivos de Cuentoterapia descubrí, entre otros muchos y valiosos conocimientos, el potencial de esta clase de libros, por lo que fui realizando progresivamente una clasificación de los álbumes, seleccionando aquellos que me parecieron más valiosos para trabajar cada una de las emociones. Ese listado me sigue ayudando a utilizar aquellos que resulten más adecuados, en función de las emociones cuyo reconocimiento y gestión desee destacar en cada ocasión.
Cuando escuchamos un cuento, se abre la mente de tal forma que todo lo que imaginamos parece posible. Y si lo hacemos prestando atención a las cosas bonitas que suceden en el cuerpo durante la lectura, la mente puede descubrir aquellas verdades que a veces nos ocultamos. En este trabajo práctico me orienté hacia aquello que consideré posible y fácil de trabajar con los niños, teniendo siempre en mente que el objetivo a conseguir es que ellos tengan más consciencia y mayor conocimiento de sus propias emociones. Así podrían aprender a exteriorizar, verbalizar y, en especial, gestionar aquello que sienten, desde el miedo, hasta el amor.
El proyecto lo desarrollé mediante cinco talleres prácticos, que se dividen en dos o tres sesiones, en función de los requerimientos de tiempo estimados en cada caso. Los nombres de estos talleres y las citas con que los acompaño son:
Taller de la ira, la rabia y el enfado
“La normalidad es un camino pavimentado. Es cómodo para caminar, pero no crecen flores en él.” (Van Gogh )
Taller del amor y el cariño
“Lo que bien se piensa, bien se expresa” (Víctor Hugo)
Taller del miedo, el temor y los sustos
“El que ha superado sus miedos, será realmente libre” (Aristóteles)
Taller de autoestima, confianza, y autonomía
“Sentirse devaluado e indeseable es, en la mayoría de los casos, la base de los problemas humanos” (anónimo)
Taller de la tristeza y la soledad
“Si queremos dejar de sentirnos solos, escribir es la solución” (Platón)
Presenté mi trabajo en febrero del pasado año, un mes antes de que comenzara el confinamiento domiciliario debido a la pandemia por COVID-19. Como sabemos, el confinamiento provocó una drástica reducción de las relaciones sociales y convirtió a cada uno de nuestros semejantes en una potencial y grave amenaza contra nuestra salud. Todo ello creó un escenario de miedo colectivo que hacía que miráramos a las otras personas con cierta desconfianza y recelo. Esta situación también trajo consigo la amplia utilización del teletrabajo en muchas ocupaciones, dondequiera que fuera posible; y esta medida alcanzó también al ámbito escolar, haciendo que los niños tuvieran que seguir sus clases a través de internet, con un método de enseñanza online. Este hecho limitaba de manera muy considerable las posibilidades de poner en práctica las actividades planteadas en mi proyecto, ya que para cumplir plenamente con sus objetivos es necesaria la interacción personal.
Llegado septiembre, la incorporación de profesores y alumnos a los centros educativos supuso inicialmente un elevado nivel de desconcierto para todos, puesto que no existía experiencia previa de una situación de pandemia como la que estábamos viviendo y no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. Tan sólo sabíamos que comenzaba una nueva y distinta realidad de trabajo en las aulas, que exigía adaptación tanto por parte de los docentes como de los alumnos. En mi caso, por ser interina, la situación con la que me encontré fue bastante rara. Bajo otras condiciones laborales, yo hubiera dispuesto de una semana para preparar con calma la incorporación de los niños. Pero esa vez no fue así, porque llegué sólo un día antes a la que sería nuestra aula y sólo pude ordenarla para cumplir con las normas establecidas.
Curricularmente no tenía dudas sobre mi labor, porque la programación está bien clara en el papel pero, una vez metidos en las tripas de clase, en el día a día... ¡Si ni siquiera nos conocíamos! Aunque yo jugaba con una ventaja. Tenía la etiqueta con la que venía cada niño, que llevaba impresa la visión de sus antiguos profesores. Ellos eran los que no sabían nada de mí. Lo único que tenía claro era que iba a escucharlos y observarlos tantos días como necesitara, para poder encontrar una buena manera de plantearme el funcionamiento de la clase como grupo.
El primer día, al entrar, ya se llevaron el primer disgusto. Como sólo encontraron a una parte de sus compañeros del año pasado, todos empezaron a hacerme preguntas: “¿Una clase nueva?”, “¿Porque no nos han mezclado a todos?”, “¿Por qué han hecho tres clases de sexto?”, “¿Porque yo soy la que está en esta clase en vez de Laura?”. Yo no tenía respuestas, así que sólo les escuchaba. Y tras todas las quejas lancé mis preguntas: “¿Cómo estáis, cómo habéis pasado las vacaciones?”, “¿Qué es lo que os gustaría hacer?”, “¿Qué pasará de ahora en adelante?”. Cada niño tenía una historia que contar, y muchos no sabían ni cómo expresar lo que había pasado. Había alguno que lo contaba como si los meses de confinamiento hubieran sido unas largas vacaciones, pero otros sólo mandaban al COVID al más allá; y otros se mantenían en silencio. Eso sí, todos se quejaron del reparto del alumnado y de la mini aula que nos había tocado.
Visto el panorama decidí incluir en mi programación los álbumes ilustrados. Por lo que durante todo el curso pasado les leí un cuento semanalmente y luego hablamos sobre ello. Esto no gustaba demasiado a algunos y por el contrario, hubo otros que incluso me lo demandaron. Al final del primer trimestre, el último día de clase, realizamos algunos juegos. En uno de ellos coloqué boca a bajo, en el suelo, las portadas impresas de diferentes álbumes ilustrados, y luego pedí a cada niño que escogiera una. Cuando se fueron a casa, pegué detrás de sus sillas aquella que les había tocado, y a la vuelta de las Navidades, cada uno de ellos tuvo que recordar cuál era, antes de poder sentarse en su sitio.
Curiosamente, de alguna forma cada cuento reflejaba algo sobre el niño que lo había escogido. Como anécdota, contaré que una de las niñas odiaba escuchar Así es la vida, el conocidísimo álbum creado por las hermanas Ana Luisa y Carmen Ramírez. Cuando yo lo leía esta niña se tapaba los oídos, agachaba la cabeza y no paraba de decir “¡vaya mierda!”. Después, cuando aquella mañana de diciembre le salió precisamente esa portada, se enfadó. Lo que menos esperaba era encontrársela pegada en su silla. Como los patios eran vigilados por los propios tutores del aula, busqué el momento para hablar con ella y pude hacerlo. Es una niña que está enfadada con el mundo. Se sentía sola y además, su papá había fallecido a causa de una enfermedad hacía tres años. Según ella la vida no podía ser “así”.
Otro de los álbumes ilustrados que les leí en algún momento del curso pasado fue El camino que no iba a ninguna parte, de Gianni Rodari y Xavier Salomó. Este cuento nos habla de que conformarse puede ser un error y la testarudez, por el contrario, un acierto. Tras leerlo hicimos una dinámica que consistía en andar con los ojos tapados, para llegar al punto donde encontrarían un obsequio (un chupachups). Hacerlo fue muy divertido, porque para llegar hasta su objetivo tenían que seguir el sonido de un pandero y sus obstáculos eran los propios compañeros, alguna silla y alguna mesa.
Un día en el que hubo una pelea en el patio, escogí Soy un dragón. En este caso, después de que me escucharan leer este álbum de Philippe Goossens y Thierry Robberecht, estuvimos comentando cómo podíamos afrontar nuestra ira y nuestra rabia, y tratando de entender porqué cuando estamos enfadados no pensamos en lo que hacemos o decimos. Así que se me ocurrió una dinámica que nos ayudó a encontrar formas de comunicación menos agresivas. que se me ocurrió Fue tan sencillo como ponernos a pensar en alguna frase que hayamos dicho aunque no debiéramos hacerlo, y luego, una vez encontrada la frase, escibirla en la pizarra e ir buscando cómo expresar lo mismo de una forma más apropiada.
Considerando el distanciamiento social impuesto y la forma de ser de los niños, cuánto les encanta estar juntos, tocarse, abrazarse... uno de esos días me vino a la cabeza el álbum La fábrica de besos. Para ellos fue muy emocionante escuchar la historia de ese abuelo que por fin logra inventar algo tan útil como una máquina de fabricar besos, una máquina hecha con materiales sencillos, que transforma su vida y la de una anciana que llevaba décadas covertida en una persona dañina, a causa de un hechizo. Y como la conclusión a la que llegamos era que sentíamos la necesidad de abrazar y ser besados, buscamos un modo de hacerlo. Y lo que se me ocurrió fue utilizar lazos de colores y darle uno a cada niño. Sólo teníamos que rodearnos con el nuestro y luego pasarlo al compañero de al lado. Así, todos los lazos fueron abrazados por todos los compañeros y cada uno pudo llevarse el suyo a casa. Fue muy emotivo ver cómo lo hacíamos y cómo se miraban.
En cambio, La hiladora de niebla produjo un estallido. Recuerdo el silencio que se hizo en clase después de la lectura, los niños estaban callados, y ni siquiera hablaban entre ellos. Así que comencé a preguntar: “¿Qué os ha parecido, en qué época de vuestra vida usaríais niebla para borrar, tapar una mala experiencia?” Y todos coincidían en querer tapar el año dos mil veinte, hacer desaparecer todas las normas. Todos querían volver a tener lo que tenían antes. No todo fue negativo. Me resultó muy curioso escuchar cómo algunos veían siempre luz en la desgracia y otros, en cambio, seguían sin entender sus cambios emocionales, porqué se sentían tristes, enfadados, serios. Para estos todo era un sin sentido. Al terminar el curso, muchos niños y muchos padres me dijeron que les había gustado el trabajo que habíamos a nivel emocional, además del que ya teníamos que realizar a nivel curricular. Agradecí las felicitaciones de unos y otros, pero es cierto que lo que más sorprende es escuchar en boca de los propios niños un gracias y un “a ver si nos volvemos a ver el próximo curso”.
Cuando tuve que decidir qué álbumes ilustrados convertía en audiocuentos me surgieron las dudas. ¿Cuáles elegir? ¿Cómo hacerlo? Un día, cuando ya estaba finalizando el curso, me puse a colocar todos los álbumes que había utilizado, y mientras seguía dándole vueltas a cuáles elegir. Cuando ví y hojeé La fábrica de besos y La hiladora de niebla, surgieron en mi cabeza los recuerdos de los momentos que pasamos en el aula cuando los leímos y dinamizamos, de cómo se respiraba en clase la libertad de expresión, tanto verbal como corporal. Entonces me di cuenta de que estos habían sido los dos cuentos más vivenciados por mis alumnos y que tenía sentido compartirlos con todos los que valoran la Cuentoterapia, esa herramienta que se cruzó en el camino de mi vida.
Es más, siento que la aparición en mi vida de estos dos álbumes ilustrados y de algunos más a lo largo de este año, puede tener un sentido. Estos dos que he grabado me atrajeron cuando los descubrí. Cuando reflexiono sobre mi forma de ser me doy cuenta de que soy una persona muy distante y despegada. Y aún siendo como soy, ahora mismo yo también echo de menos la cercanía en el trato que identifica a la cultura española. Reconozco que necesitamos los abrazos y los besos para cuidar nuestro cuerpo y nuestra mente. Todos tenemos un saquito con besos y a veces, éstos se acaban y hay que reponerlos de nuevo. A mí, lo que me ocurre es que, a veces, no tengo el beso que toca dar; mi carácter reservado hace que no pueda o no quiera corresponder a las muestras de afecto que recibo, aunque me sienta obligada a ello. Pero si miro en mi interior, confirmo que yo también tengo esa necesidad de sentir el calor humano, de dejarme abrazar. Para mí, el abrazo es un momento de recogimiento, y un alimento.
Como conté antes, La fábrica de besos nos presenta a un abuelito que se pasa la vida inventando cosas más o menos inútiles, hasta que un día logra crear una máquina que hace besos. Por esas cuestiones de la vida los besos se agolpan encima de la casa de una vieja anciana, a la que todo el pueblo considera una bruja malvada, y cuando uno de estos besos se cuela en su destartalado hogar, todo cambia. A pesar de su resistencia, la caricia del beso la transforma en la persona que un día fue. El narrador termina contando que el cuento preferido de la abuelita es, cómo no, la fabrica de besos de Cornelio.
Sé que para mí, grabar estos cuentos representa un trabajo personal, y que lo hago para ser yo misma. La elección del segundo álbum también tiene su trasfondo. Considero que la historia de Rosa, la hiladora de niebla, refleja en parte mi forma de caminar por la vida, con mis inseguridades, mis miedos, mis rabias. Refleja lo que siento cuando pienso en ser vista por la gente. Por eso voy despacio, porque tengo que atravesar la niebla que surge en los caminos que recorro día a día. Voy despacio por la vida para que, si al llegar no me gusta lo que veo, la experiencia no sea frustante. Y para poder vivirla como deseo, si me gusta lo que encuentro.
La “textura” de las ilustraciones que componen La hiladora de niebla es increíble. Me encanta el trabajo que Valeria Docampo ha hecho en este álbum, mimando cada detalle. Haciendo una sinopsis, puedo adelantar que la historia narrada es la de una niña que se siente abandonada y que, para no ver la realidad, se convierte en una hiladora, una hiladora de niebla que usa la materia con la que teje para tapar todo aquello que no deseamos ver. Incluso es capaz de tapar el reencuentro con el padre que la abandonó. Pero de repente, su mente escucha al corazón, la trama da un giro y cambian muchas cosas en su vida. De forma que las sombras se transforman en luz. Y las ilustraciones revelan este cambio, porque desde el comienzo nos han transmitido tristeza, miedo, y luego, de repente, la alegría de salir de toda esa niebla. La combinación del papel convencional, con otras hojas semitransparentes en las que también han impreso textos o ilustraciones, aportan mucho a la narración. Porque éste recuerda a la niebla y la ilustradora lo usa cuando la protagonista recuerda el pasado y tiene que decidir si cambia de actitud o no.
Decidirme a grabar estos dos cuentos me ha servido para asumir pequeños retos que me voy planteando en la vida. La verdad es que hacerlo se ha convertido en todo un proceso de aprendizaje para mí, aunque el objetivo sea tan modesto como leer -o incluso narrar- con gracia y cierto ritmo dos pequeñas historias. Uno de los retos en que persevero es el de darle más velocidad a la lectura o a la narración; y otro, el de evitar excederme en los pasajes de mayor dulzura. Son mis dos hándicaps. Además, aceptar esta propuesta me ha servido para mejorar la expresión oral y fortalecer la memoria. Lo recomiendo a todo el mundo.
Y aún me queda por nombrar lo más importante, el reto de exponerme a los otros, los que van a leerme o a escucharme. Me encanta hacer cosas, pero no necesito que se sepa que yo las hice, tanto si la crítica va a ser buena como si es mala. Lo que me pasa es que siento pavor de ser juzgada, y no porque el juicio pueda ser negativo; insisto, eso me importa poco. Lo que me importa es cómo se dé el juicio, quiero decir, que me hagan sentir culpable o no. Porque yo sé que los reproches pueden hacer que yo, como muchos de mis alumnos de primaria, deje de intentarlo. Cada día que vivo aparecen nuevos retos, y acepto que algunos se consiguen antes y que otros van más despacito. Siento que la vida me ha puesto fácil el camino que ahora recorro.