Una silla vacía. No hay mejor escenario para enfrentarnos a nosotros mismos.
Ese espacio sagrado entre el abismo de lo que somos y cómo nos sentimos.
Una lucha frente a frente con nuestros propios miedos y fantasmas. Con nuestras creencias; esos introyectos que nos acompañan desde la infancia y muchos de los cuales, nos llevamos a la tumba. Esas cicatrices que se nos atragantaron en la infancia y aún no hemos sabido cómo digerir.
La batalla se libra en nuestro interior; en ese rin de boxeo que despierta una silla vacía. Sin más público que nosotros mismos. Sin otro juez que aquel que se asoma al otro lado del espejo.
Quizá ya nadie sabe quién es quién. Y como en un cristal empañado no somos capaces de distinguir una imagen que permanece oculta.
Si la mente se parara, el mundo entero gritaría con otra intensidad.
A veces creo que cuanto más me miro por dentro, menos me reconozco. Siempre hay algo nuevo que aprender, algo que arreglar. Es probable que cuanto más busque, más perdida me encuentre.
Y ahí sigue frente a mí, esa silla vacía, esperando que invite a sentarse a aquella persona que habita dentro, muy dentro. Ésa que se hace llamar por mi nombre. Ésa que soy, sin yo saberlo.
Si es la luz la que todo lo ilumina, que venga la sombra y se muestre tal cual es.
Que no cojeen las patas de esa silla donde un día como hoy, me siento a esperar. Con miedo y júbilo al mismo tiempo, pero llena de esperanza e ilusión.
Que en mi lucha interior esa silla nunca se quede vacía. Que sea yo mi propio respaldo, al tiempo que sea capaz de reconocer a aquellos en los que poder sostenerme cuando la quebradiza solidez de mi estabilidad se tambalee.
Y que nunca me falte una silla en la que sentarme a descansar. Una silla donde encontrar silencio y paz.