Perla por moneda (I)

Éramos una pequeña manada de niños salvajes que vagaba explorando y cazando durante el transcurso de los días en las montañas y bosques que rodeaban la aldea. Sólo una regla regía nuestras vidas, estar en casa antes del anochecer, para ser amamantados, acunados e introducidos en una pequeña madriguera situada en el exterior, en la que dormíamos entrelazados como un solo ser.

Un día de verano, de vuelta de uno de nuestros peregrinajes encontramos una gran tinaja en el camino. Dentro se hallaba un galgo famélico atado con una cuerda al fondo. Mis hermanos aprovecharon para mear y seguir su camino a casa. Después de seguirles durante un rato di media vuelta y me quedé allí, junto a la boca de la tinaja, con él. Se encontraba tan débil que había perdido la necesidad de luchar. Busqué agua y se la acerqué tanto como me dejó, y mientras lo observaba en la penumbra de su cautiverio, la noche me cayó encima, aplastándome, lejos de la seguridad de la madriguera. Gimoteé acongojado en la boca de aquella tinaja hasta quedarme dormido. Por la mañana cacé una paloma y se la acerqué tanto como me dejó. Él no se acercó y cuando llegó la noche el frío me mordió los huesos y el temblor no me dejó dormir. Al amanecer me metí en la tinaja y desde entonces pasamos juntos los días y las noches, necesitándonos como dos buenos amigos.

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Sabía que al romper la única regla marcada, debía abandonar el poblado y sus alrededores, pero quería despedirme de mi padre antes de emprender el viaje, y fui a buscarlo al Coliseo, donde sabía que entrenaba a mis hermanos mayores, los de camadas anteriores. El Coliseo se encontraba al este del poblado, a las afueras, sobre una loma. Su puerta era gigantesca, y cuanto más nos acercábamos, más nos parecía que estábamos debajo y no solamente al lado. El ángulo de nuestra mirada nos llevaba hasta el cielo. Estábamos todavía con la boca abierta cuando la gran puerta comenzó a abrirse sin un solo crujido. Como cada tarde sentí el peso del sol en su caída diaria, y bajo esa luz comenzó a salir un catálogo de bestias a las que contemplé desde una distancia prudencial, con autentica fascinación de hermano menor. Cada tarde a la misma hora fuimos a verlas salir, durante mucho tiempo. Algunas eran temibles, otras amigables, otras recelosas, pero con el transcurrir nos acostumbramos a vernos. Yo buscaba siempre el momento idóneo para preguntarle a alguna de ellas por mi padre. No encontré respuesta alguna, y a pesar de que me obsequiaban con algún tipo de gracia o ingenio, de que hice míos algunos de sus gestos y entablé amistad con todas ellas, nunca me dejaron entrar cuando se los pedí. Al final me dediqué simplemente a estar allí y a pasar con ellos las noches en las que salían del Coliseo. Todos terminaban creciendo y marchándose, o volviéndose demasiado peligrosos, y el tiempo me echó de aquel lugar.

Colgado y desilusionado decidí, a modo de despedida, dormir la última noche en la madriguera de mis hermanos, antes de irme. Entré tarde, y me deslicé sigilosamente por el hueco que utilizábamos para salir por las mañanas, buscando el contacto de los míos. Al terminar de deslizarme y en la absoluta oscuridad, sentí un dolor intenso en el hombro. Me costó tiempo entender qué estaba pasando. Había perdido mi olor, mis propios hermanos me despedazaban y no era capaz de reaccionar. Hacían jirones mi piel, algunas mordidas tocaban hueso y mi oreja derecha saltó por los aires. Uno de ellos me mordió los testículos y un grito primigenio invadió la cueva, un grito que trajo una violencia ciega que acabó en un silencio rojo. Al volver en mí e intentar salir de aquel horror, ya no cabía por el agujero por el que había entrado. Agarré un hueso de uno de mis hermanos y me hice paso por el hueco ahora estrecho, estrechísimo de la madriguera, cubierto por la piel de cada uno de ellos. No volvería a mirar atrás.

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En el exterior estaba todo nevado y deambulé por unas tierras abandonadas por el invierno. Ya no era un niño. Comenzaba el viaje con un hueso, una capa y un amigo. Seguí las huellas de mis hermanos mayores, hacia el oeste, y antes de entrar en el bosque encontré una pequeña choza de la que salía humo; entorné la puerta y eché una mirada al interior. Una anciana que cocinaba hiervas al fuego me invitó a pasar y me ofreció un poco de aquello que hervía en el perol. Durante los días que permanecí allí sanando las heridas, la vieja me contó tres historias. La primera trataba sobre una isla que era en realidad un gigante, la segunda sobre una isla que era en realidad una tortuga, y la tercera sobre una isla que era una isla. Allí debía encontrar una moneda y esperar al barquero para continuar el viaje.

Con las historias formando parte de mi equipaje retomé el viaje sin despedirme, pues la anciana llevaba tiempo sin aparecer por la choza y me cansé de tomar las hierbas que había dejado en la olla. Eran cada día más amargas. Con un afán exploratorio, enaltecido por las historias de la venerable anciana, me puse en marcha hacia un mar que nunca había visto ni imaginado. Caminé por estrechos caminos, por llanuras y por bosques. Un día de mucho calor me vi ante un desfiladero custodiado por un león con malas pulgas. Di un golpe con el hueso en el suelo y me dispuse a luchar. La capa hecha con la piel de mis hermanos resbaló sobre mis hombros y antes de tocar la tierra rojiza que pisaban mis pies, se transformó en siete leones que se abalanzaron rugiendo, sobre la bestia a la que dimos muerte.

Más adelante me encontré con otro desfiladero. Se cerraba tan estrechamente que la escalada fue mi única opción. Al terminar una vertiginosa ascensión en la que todos mis músculos y sentidos estuvieron en tensión, un águila que me había observado y me esperaba, alzó el vuelo según llegaba y dejó caer una pluma enorme que recogí como un bien preciado. Relajado y con ánimos renovados divisé el mar. Descendí la cima y antes de adentrarme en el valle boscoso que me llevaría hasta allá, hice un gran fuego. Mirando las llamas se me hizo de noche, embebido, con la pluma de águila en la mano. Se agolparon lobos grises que miraban arrebatadamente las llamas, ratones cuyos hocicos puntiagudos recogían todos los aromas de la combustión, parejas de conejos que llegaron sin temor al depredador, ciervos jóvenes, serpientes de los árboles con sus pupilas impenetrables, zorros con los que pasaría horas jugando. Y armadillos del Nuevo Mundo, que se su sumaron con una mirada tímida, protegidos por sus corazas. Todos ellos y aún más animales comenzaron a danzar erguidos como humanos, alrededor de la hoguera. Varios búhos chicos observaban la escena desde el árbol más cercano y junto a mí, una hilera de escarabajos negros como el azabache improvisó zumbando un corto vuelo. Se quedaron unos instantes suspendidos por encima de mi cabeza, frente a las llamas. En aquella noche oscura todos parecíamos estar hipnotizados por el fuego.

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En el mar me zambullí al amanecer como tortuga recién nacida. Jugué en el agua hasta que se reblandeció mi piel curtida por el sol, y mientras exploraba la costa reconocí la primera isla. No me hizo falta ser un buen nadador para llegar a ella, porque la isla no era más que un peñón accesible a pie con marea baja. Una vez en el peñón hice una hoguera y, tal como me indicó la vieja, cocí tres ostras, me comí su carne y cogí sus perlas. Después, atando la cazuela a una cuerda bien larga, derramé el agua caliente sobre la isla, que inmediatamente se levantó gritando. Desde la posición en la que me encontraba, subido a un árbol, lancé a la boca del gigante una de las enormes perlas, y entre gemidos y alaridos él gritó un nombre, mi nombre. “Ursus” cayó sobre mí como la primera noche que pasé fuera de la madriguera, en la boca de la tinaja.

Después encontré la isla tortuga y al ofrecerle la segunda perla, ésta me contó mi vida con gran parsimonia, como un cuento. La tercera isla era más grande y se encontraba lejos de la orilla. Esperé a que bajara la marea y nadé hasta ella con la perla atada a un pequeño cinturón que me había fabricado. Una vez en tierra busqué y rebusqué en cada rincón, miré en todas sus cuevas y madrigueras e incluso excavé en las zonas menos duras, por si la moneda se hubiera quedado enterrada por allí algún día de lluvia. Acabe el día cansado, cansadísimo de buscar y me dormí bajo un árbol, escuchando las olas. Cuando se hizo de día alcé la cabeza, mirando a mi alrededor, y noté algo extraño. El continente había desaparecido y en su lugar apareció la angustia y la desesperación de sentirme atrapado. Seguí buscando. Hasta tamicé la arena de la playa y revisé cada charco; y los días en que el mar estaba en calma y el agua se veía clara me zambullía por la costa. Pregunté a cada pequeño animal de la isla y a todas las aves que iban y venían, pero nadie sabía nada de una moneda. Con el tiempo me acostumbré a la isla. Conocía cada rincón y a cada animal, a los peces que nadaban a mi alrededor, a las aves que venían a criar, nidada tras nidada, y a las ballenas que pasaban a visitarme cada doce lunas. Hice míos los distintos ciclos. Lo sabía todo de mi isla menos dónde se encontraba la moneda.

Algunas noches sueño con el barquero y el silencio que trae consigo, algunas noches sueño que me lleva hasta tí. Hoy, aquí, en la isla, como cada noche me arroparé con la piel de mis hermanos, encenderé una pequeña hoguera mientras mi amigo, ajeno a todo, mordisquea algún hueso. Luego alzaré la perla hacia al cielo estrellado y se la ofreceré a los dioses que me quieran escuchar.

Cambio perla por moneda.





Nemesio Cabrera Nuño.

Técnico de laboratorio. Estudiante de Cuentoterapia. Lector de Jirô Taniguchi

Podemos rastrear la inspiración para escribir este cuento en dos películas que marcaron la infancia de su autor: El milagro de Ana Sullivan (1962), de Arthur Penn y El pequeño salvaje (1970), de François Truffaut. Las imágenes que ilustran el texto proceden de éste último largometraje.

Este cuento fue publicado originalmente en el número 5 de la revista anual de AICUENT, en diciembre de 2019

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