Sin entrar en detalles se puede vivir

Dulce Mora Mudanza

Maestra, madre y cuentoterapeuta.

Hace tiempo surgió la pregunta “¿Quién soy yo?”. No es tan sencillo decirlo. El comienzo de la respuesta es fácil: soy una chica que se mueve por diferentes mundos, muchas veces con precaución, observando; cuando llego a nuevos lugares me muestro diferente: soy distante, tímida, silenciosa, incluso fría. Las experiencias sufridas en la infancia hicieron que creciera buscando la forma de saber vivir. Por eso, cuando entraba en sitios desconocidos, me metía en una bolita de cristal transparente para poder escuchar, observar y si era posible, no hablar. Me doy cuenta de que muchas veces yo solamente escuchaba, los escuchaba a todos expresarse y exponer pensamientos, ideas, sentimientos y yo no decía nada. Sé que pudo parecer egoísta por mi parte.

Ahora puedo decir que soy maestra, madre, cuentoterapeuta, y que sigo siendo una niña en muchas situaciones que se me presentan. Seguramente, al final de esta historia habré logrado definir un poco mejor quién soy. Hace ya diez años que comencé mi formación en Cuentoterapia. Allí encontré una de las principales herramientas con las que he sido capaz de ayudarme a conocerme, de aceptar cosas que desconocía o no quería saber sobre mí. Y sobre todo, he sido capaz de aceptar que lo desconocido me da el mismo miedo que cuando era una niña. Todo esto que voy contando no pasó por mi cabeza de repente, es el fruto de un recorrido cuyo experiencia culminante tuvo lugar cuando cayó en mis manos “La niña sin brazos”, un cuento de tradición oral.

Hasta entonces yo me sentía con energía y fuerza, creía saber que ya había superado muchas cosas, y aunque no recordaba muchos episodios de mi infancia -más allá de pequeñas actividades familiares como mi comunión o un día en el parque de atracciones- nunca se me ocurrió pensar que algo así iba a brotar de mí. Al leer el cuento me revolví, así que lo dejé apartado en un rincón; luego, un tiempo después, tuve el privilegio de escucharlo y entonces estalló mi cabeza; el corazón dió un vuelco, pues comenzaron a llegar recuerdos, imágenes de mi infancia, que yo no recordaba o creía que estaban borrados. No era así, porque lo que vives está en ti misma, es parte de tu ser; y en mi caso estaba metido en un cajón cerrado con un candado que tenía inscrito: “sin entrar en detalles se puede vivir”.

Llegaban recuerdos de mi infancia, como el de convertirme en la niña gafotas; dolía recordar que era una niña sensible, transparente, con llanto fácil, por lo cual me apodaron la llorona. Esto era algo que escuchaba mucho. Así que poco a poco aprendí a tragarme las lágrimas para que nadie las viera, y aprendí a llorar en silencio. Me sentía insegura, indefensa, no creía en la justicia y, sobre todo, crecí creyendo que era inútil y tonta. Además, en casa oía y veía los enfados que provocaba el comportamiento de mi hermano. Así que me convertí en una niña silenciosa, sumisa y obediente, una que nunca llevaba la contraria. Para completar el desastre, a todo ello se une “aquel recuerdo”. Sucedió en esa fase donde me estaba desarrollando, llegando ya a la adolescencia, y fue un hecho que influyó en mi forma de ser y actuar con todo el mundo. Aquello hizo que dejara de besar, abrazar, acariciar... parecía que era feliz; yo trabajaba, cuidaba de mi familia, estudiaba y valía para hacer de todo, pero lo hacía metida en una burbuja donde nada ni nadie podía entrar.

Todo esto vino a mi cabeza tras leer y escuchar ese cuento. Aún teniendo ya formada una familia, un hogar, no pude evitar volver a rechazarlo todo, todo lo que tenía. Negaba los recuerdos y a la vez sentía un dolor intenso; me rompí en pedazos. Rechazaba momentos, vivencias y decepciones; tenía muchas preguntas que necesitaban una respuesta, era un no parar. Ese camino repentino hacia aquella infancia fue la luz para darme cuenta de que tenía un castillo mal construido, con cimientos débiles, llenos de miedo, silencio y sumisión.

El Tarot de los cuentos de la península ibérica, arcano XI

Tras la lectura de “La niña sin brazos” comenzó la clase de sanación que producen los cuentos maravillosos. Permití que salieran las lágrimas, llorando en silencio (que es posible). Lo hacía así porque de repente se despertaban en mí unos sentimientos que incluso me hacían sentir vergüenza, cobardía; sentía la necesidad de tapar con silencio lo ocurrido, con el argumento de que aquello ya había pasado. Al final tuve que pedir ayuda y darme el tiempo necesario para tomar conciencia de que tenía que aprender muchas cosas y de que no sabía ni cómo hacerlas, otra vez. Poco a poco, aquel pasado mal curado fue saliendo, todo con el fin de recordar a esa niña y buscar la estrategia con la que pueda ser quien quiero ser. Así que una vez roto el candado en el que había inscrito “sin entrar en detalles se puede vivir”, comencé a entrar en detalles para saber dónde estaba esa niña.

Esa niña está aquí, entre estas letras y dentro de mí. Ahora que comienzo una nueva vuelta al sol y he llegado al medio siglo, siento que la mujer que soy surge de la reconstrucción de unos cimientos que estaban casi derrumbados. Y siento que esa niña está ayudándome a seguir creciendo en este nuevo mundo, un mundo que es visto desde el descubrimiento y la aceptación, con la madurez que me otorga conocer más de mí. Contemplando el camino recorrido, me pregunto: ¿cuándo volví a utilizar mis brazos?, ¿sé hacerlo ya? No soy consciente del cuándo, de dónde, pero sí de que fui yo la única que podía decidir hacerlo; comenzar a hacer las cosas aunque sintiera que no tenía fuerzas y era inútil intentarlo. Una parte de esa fuerza recién descubierta también me ayuda a refugiarme cuando lo necesito, a sacar mi bolita de cristal para ver el mundo desde la distancia y no retroceder al pasado. Si ya no camino hacia atrás es porque he aceptado ese pasado perdido y encontrado, he perdonado, entendido. Porque ese pasado es la raíz que me hace ser capaz de entender porque “La niña sin brazos” se convirtió en un espejo de mi vida.

Este cuento habla de una muchacha que es regalada al Diablo por sus padres. Ellos hacen un regalo parecido al que me hicieron los míos, cuando dejaron que me lanzasen a la piscina porque “hay que aprender a nadar”. Te sientes indefensa, nadie te salva, tú no quieres ir al colegio y ellos no ven que sufres en la escuela; creen la versión del maestro, el que estaba consiguiendo que me sintiera inútil. Son recuerdos que ahora acepto, pero aquello fue para mí como en el cuento: llegar a un bosque cuya espesura representa la desconfianza hacia los mayores, el miedo, la inseguridad, ese sentimiento de indefensión que permanece contigo mientras vas haciéndote mayor. Lo haces sabiendo que no quieres ser como quienes te están educando, porque te sientes abandonada por ellos. Y aún así, creyéndome y sintiéndome abandonada, me encontraba al servicio de los que me rodeaban, alimentando una forma de vida en la que aparentaba valentía, protegiéndome tras un escudo de frialdad, desconfianza.

En “La niña sin brazos” el Diablo corta los brazos a la protagonista, una niña que quería ser buena, hacer lo correcto y aprender a caminar por el buen camino. Durante mi tránsito de niña a adolescente, cuando mi cuerpo se encontraba en plena transformación, de repente viví algo inesperado, que hizo que me convirtiese en una persona más miedosa de lo que ya era. Recuerdo cómo esperaba hasta poder entrar en casa acompañada, porque nada más abrir la puerta se encontraba la despensa donde guardábamos los zapatos y los abrigos, y para mí, esa despensa no era sólo eso, era el lugar donde en varias ocasiones mi hermano mayor quiso abusar de mí, donde me tocaba a la fuerza; por eso me convertí en una controladora de horarios y aprendí a dormir de manera que nadie pudiese tocarme; pues las palabras que él me dijo cuando yo impedía que ocurriese nada, fueron los puñales con los que me hirieron a mí: “lo conseguiré, sé que otros lo han conseguido”. Después de aquello yo seguí siendo una niña perdida en ese bosque, pero ahora sin brazos, pues deje de dar abrazos, besos... y es curioso, porque dejé de hacerlo a todo el mundo y sin embargo, mi madre sigue pensando que no los doy desde que conocí a mi marido. Ni se enteraron de cuándo deje de hacerlo.

portada del álbum ilustrado El pájaro del alma, de Mijail Snunit

La vida va avanzando y, como la protagonista del cuento, encuentro a alguien que me rescata del bosque donde fui abandonada y que con paciencia acepta todo lo que soy; y comenzamos un camino juntos. Recuerdo cómo cogía mis brazos para que le abrazase cuando él me abrazaba, recuerdo cuando nos besábamos y yo me apartaba, y cómo hizo que tuviese confianza en él para besarle; me conquistó. Formamos una familia y durante años viví basándome en lo que se supone que hay que hacer: trabajo, casa y familia, lo necesario para vivir. Hasta que de repente me di cuenta de que lo tenía todo pero no tenía nada; me distanciaba, no sabía enfrentarme a las vicisitudes de la vida; entonces al acabar el día me refugiaba en una mala medicina, que no curaba, que sólo emborronaba y así, durante un rato no pensaba.

Supongo que ése sería el momento en el que, con conciencia y decisión, me daría cuenta de que debía usar mis brazos. Y los usé del mismo modo que la protagonista del cuento lo hace para salvar a sus hijos de morir ahogados en el río. En ese mismo momento, tan dramático, a ella le nacen los brazos que no tenía. Yo fui consciente de que quería dar amor y no sabía cómo hacerlo; quería no asustarme cuando mi esposo me sorprendía por la espalda, y no podía. Y es que a veces, aunque queramos, no sabemos.

En este corto camino que llevo recorrido cuidando a mi niña interior, he colocado, desde la madurez, las emociones y los sentimientos. Para poder crecer, necesitaba hacer como en el álbum ilustrado El pájaro del alma (de Mijail Snunit), colocar en cada cajón una emoción, aprendiendo, por supuesto, a saber cuándo y cómo utilizarlas; además, necesito tener actualizado cada día este aprendizaje. Ahora sé que he conocido la decepción. Cuando la persona a quien amas decide alejarse de ti porque no aprueba algo que has hecho, sientes un dolor amargo y descubres que te ha decepcionado o que, a lo mejor, eres tú quien ha decepcionado al otro. También he descubierto que la alegría estuvo muy presente en muchos momentos, aunque a veces pasaran desapercibidos por centrar mi atención en otras emociones. Me he dado cuenta -ya lo he dicho- de que puedo ser egoísta para defenderme de esos dragones que quieren no dejar que saques tu luz. La gratitud es la que mejor vive conmigo. Cada mañana me siento agradecida de lo que tengo, de poder aprender y de no sentirme mal si me defiendo; pues la vida continúa y seguimos caminando y viendo caminos, esos que a veces puedo continuar recorriendo para llegar a donde quiero. Esta idea está presente en otro cuento que dio más fuerza a mi autoestima, El camino que no iba a ninguna parte, en el que Xavier Salomó ilustra un cuento de Gianni Rodari. Escuchándolo me identifiqué con su protagonista, Martín testarudo.

ilustración interior de El camino que no lleva a ninguna parte.

Me ayudó mucho apuntarme a yoga aéreo, pues fui capaz de vencer el miedo a no tener los pies en la tierra; además de atreverme a estar cabeza abajo y cerca del suelo. Era un ejercicio increíble, pues al hacerlo inviertes la orientación de los tres centros de nuestro ser, teniendo encima al instinto, debajo al centro emocional y abajo del todo a la mente. Los días que iba podían suceder muchas cosas. Unos días mi niña salía a jugar y otros no era capaz, la fuerza de mis brazos era débil; así que aprendí a entender y respetar. Iba allí sabiendo que, cuando escucho a la mente y no al instinto, hay que sacar la fuerza; y también sabiendo reconocer cuando un sentimiento sale del cajón y desborda la consciencia.

Estoy desde hace tiempo experimentando y viendo las cosas buenas que tengo; estoy disfrutando y siendo capaz de reír con sinceridad, y he aprendido a abrazar desde el corazón, al igual que a dar un beso sabiendo cómo lo estoy haciendo. Soy madre de dos hijos maravillosos, y cuando nos enfrentamos he aprendido a hacerlo con amor, respeto y siendo yo misma. Soy maestra y cuando estoy con los niños en el aula les doy lo que sé, disfruto haciéndolo. Y cuando resuelvo conflictos lo hago partiendo de esta pregunta: ¿cómo me hubiese gustado que lo hicieran conmigo? Pues pienso que sólo se puede enseñar cuando se sabe amar y amas lo que haces. En cuanto a mi vida familiar, con mi pareja soy capaz de dejar que salga mi deseo de amar y que me ame sin que yo retroceda.

Con mis padres y mis hermanos respeto lo sucedido. Hubiese sido ideal que mis padres fueran capaces de haber sido ellos mismos, para educarnos bien; que no hubieran utilizado mi buen comportamiento para corregir la desobediencia de mi hermano. Con el paso del tiempo me di cuenta de que él siempre se comparó conmigo y las comparaciones, como suele decirse, son odiosas. Acabé antes el Bachillerato, aunque él era mayor. También me saqué antes el carnet, y él lo hizo justo después. Yo me casé en abril y él en septiembre. Me fui a estudiar Magisterio a Segovia, lo cual implicó que acabara dejando la casa de mis padres; poco después, él se marchó a Alemania. Siempre estuvo compitiendo conmigo. En fin, hubiese sido ideal que mis padres me ofrecieran la protección que vi dar a mi hermana. Por todo ello no puedo darles abrazos y besos como niña, pero sí les doy besos y abrazos como la mujer madura que soy, entendiendo que hicieron lo que pudieron hacer.

Soy cuentoterapeuta y me he atrevido a impartir seminarios y a realizar dos exposiciones, con adultos. Sorprendida -porque mi zona de confort es el mundo infantil-, he aprendido a entrar en el mundo adulto. Soy una niña, una adolescente y una mujer madura, sensible, valiente, tímida y silenciosa. He decidido firmar mi historia usando un seudónimo, elegido por lo que éste significa para mí, ya que define el camino que he estado siguiendo para llegar a ser quien soy. Soy Dulce, un nombre que, según leo en una página web, tiene el significado de "mujer agradable y dulce”. Leo que las mujeres con este nombre tienen buenas cualidades, como ser familiares y protectoras; en la pareja, estables y serias; en el trabajo, constantes y entregadas. Mi abuela se llamaba así y vive mucho en mi, pues fue la persona que más me entendió, sin estar cerca, pero haciéndome sentir que me protegía, me mimaba y me cuidaba. Su ilusión era venir a mi boda, y su luz se apago pocos días antes; sé que ella, desde donde está, hace veintitrés años que me protege y me ha permitido sacar tantas cosas a la luz.

La ilustración que cierra este artículo fue realizada expresamente y como regalo de cumpleaños, por Yasmina Escalona Moyano, coordinadora de la escuela madrileña de Cuentoterapia.


















































































































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