Sutil belleza. Efímera realidad.
Reflejo de un encuentro fugaz.
Así se nos presenta, a veces, nuestra propia verdad.
Creemos que el perfume de la felicidad durará para siempre.
Pensamos que la suavidad de las caricias serán eternas.
Incluso, nos convencemos a nosotros mismos de que, una vez encontrado el camino, ya no habrá pérdida.
Ilusos exploradores.
Como si la vida tan sólo consistiera en apretar la tecla adecuada en el momento oportuno.
Olvidando que debemos aprender a bailar la melodía al ritmo de la escurridiza incertidumbre.
La Vida, como la Naturaleza, no se mantiene estática, inerte, estable.
Si fuéramos más conscientes de la fragilidad de cada instante, cuidaríamos mucho más toda la belleza que da forma a cada recuerdo.
Inhalaríamos la intensidad de toda experiencia sabiendo que, en cada aliento, algo se muere para dar paso a lo siguiente.
Nos cuesta entrar en la desnudez de lo profundo y, sin embargo, ahí es donde están todos los enigmas que nos distraen de lo verdaderamente importante.
Porque, quizás, todo se quede en un eterno interrogante. Y, tan sólo, se trate de apreciar la belleza que acaricia el presente en cada pálpito.
Ni blancos o negros. Ni aciertos o errores. Ni bueno o malo. Pues son los matices los que, sutilmente, otorgan vida a la realidad.
Y, a veces, el mayor de los misterios se oculta tras la más sencilla de las formas. Sólo hay que detenerse y observar.