En cada cuento, un laberinto (II)
Alicia Promio Zamora
Licenciada en Historia, estudiante de caligrafía y pintura chinas, desde 1995, con la maestra Tere Vila Matas. Y cuentoterapeuta. Ha publicado el poemario Senderos.
Sin llegar a ningún sitio
Los títulos de los cuentos nos dan pistas sobre sus tramas. Y como vemos en el caso de “La flor del Lililá”, los títulos no siempre hacen referencia a los protagonistas que, en este cuento, son tres hermanos y un padre. Los tres hijos harán ese camino, dos se perderán, dos harán una parte y el tercero otra; dos serán detenidos y el más pequeño, incluso eliminado a traición, para después volver a la vida y completar el recorrido regresando al hogar. Porque cuando el cuento es un laberinto, siempre habrá quien complete el recorrido. El cuento maravilloso también nos dice que la acción, el movimiento, es lo que transforma las cosas. Y como sabemos, los cuentos polisémicos son eucatastróficos porque, a pesar de todo aquello que le pasa a los protagonistas, acaban bien, es decir, que del laberinto se sale habiendo aprendido. Como he comentado, los héroes y heroínas salen de la zona de confort casi siempre por un suceso inesperado, ya sea por decisión propia, como la de ayudar a la familia, o porque deben huir para sobrevivir, debido a una situación malsana en el seno familiar o simplemente para saldar una deuda.
En “La Flor del Lililá”, los tres hermanos se van a aventurar para encontrar esa flor mágica, única curación posible para la ceguera de su padre. Los dos primeros se pierden en el camino, se quedan dando vueltas, debido a que usan “malas maneras”. Desprecian a la vieja que encuentran el día de la partida, y ese encuentro es, de alguna manera, la primera encrucijada, la primera prueba. En cambio, el hermano pequeño, guiado por su intuición -que le dice que en realidad no sabe por dónde seguir-, es capaz de pararse en ese mismo lugar. Y la vieja, ante la amabilidad y buen hacer del joven, lo ayuda a encontrar la flor. También le explica qué va a necesitar para salvar los obstáculos que encontrará, cómo será el camino y que deberá hacer. Ella le guía, le explica cómo es el laberinto, le dice: por aquí, por allá, de esta manera y de esta otra. Me gusta especialmente la escena del león que, al contrario de lo que sucede en el mundo, está despierto cuando tiene los ojos cerrados y dormido cuando los tiene abiertos. Me recuerda a las filosofías orientales. En ellas se da mucha importancia a la desconexión de los múltiples estímulos a los que somos sometidos, precisamente para ver y percibir mejor la auténtica realidad. La meditación nos aísla del ruido externo y al pararnos, vemos. No hay distracciones. Cuando voy a hacer constelaciones y salgo al campo tengo que cerrar los ojos y es en esos momentos cuando mi cuerpo ve, no me hace falta el sentido de la vista. Me pasa como al león.
Continuando con el cuento, será el hermano pequeño quien, siguiendo las indicaciones de la vieja, supere los obstáculos y, como dice el cuento, “cogerá la flor tranquilamente”. A su vuelta, encontrará a sus hermanos cansados de “dar vueltas sin llegar a ningún sitio”. Esta frase me hace pensar en un laberinto, en ese andar sin avanzar ni retroceder, ese no saber por dónde ir, cuando todo parece igual. En una ocasión, yo me perdí en un bosque, sabía cómo había llegado hasta allí pero en un momento dado no reconocí el camino de vuelta, y me vi en una situación así; si avanzaba o retrocedía, corría el riesgo de perderme aún más. El caso es que, en este cuento, los tres príncipes volverán juntos, pero la codicia hace que los dos mayores maten a su hermano pequeño y lo entierren en el mismo camino, dejando el dedo índice fuera de la tierra, un dedo que con el tiempo se convierte en una caña con la que un pastor se hace una flauta. Con ella hará la parte del camino que le falta por recorrer, yendo de pueblo en pueblo hasta llegar a la ciudad donde vivía el príncipe. Allí el rey querrá escuchar la mágica voz de la flauta, y al hacerlo descubre lo que ha pasado. Entonces, va en busca de su hijo pequeño, que se convertirá en su heredero, y destierra a los dos hermanos mayores. Cuando llega el desenlace, el hijo pequeño ha vuelto a casa. Ha vuelto a su zona conocida.
En el artículo anterior conté que existen dos tipos básicos de laberintos, los multiviarios y los univiarios. Y mostré, con ejemplos, que las tramas de los cuentos maravillosos tienen estructuras laberínticas. Recordaré aquí que la diferencia básica entre un tipo y otro de laberinto consiste en que estos tengan una o dos entradas; o dicho de otro modo, en los multiviarios ocurre que la salida es distinta a la entrada; y en los univiarios, de ahí su nombre, sólo es posible salir volviendo al comienzo. Tanto si el recorrido es de una clase o de la otra, los héroes y heroínas pasan por toda una serie circunstancias que harán avanzar o detener a los protagonistas. Eso no impedirá que consigan acabarlo, porque en los cuentos siempre se llega a algún lugar, sea heredando un reino, adquiriendo posesiones, alcanzando la felicidad o experimentando un amor pleno. Los personajes hacen su recorrido con convicción, afrontando todo lo que se cruza en su camino, se equivocan, se pierden, deben pararse si o si, les paran, reanudan su camino o aparece quien lo hace por ellos, para que a su vez ellos puedan retomarlo... es algo tan valiente, es fascinante, es maravilloso.
Los cuentos en los que se pone a prueba a los hijos para elegir un heredero, resolver el problema que aqueja al reino, al rey, a toda una familia, suelen presentar recorridos muy parecidos a un laberinto univiario. Los protagonistas parten por separado, como en “La Flor del Lililá”, “El agua de la vida”, “La princesa mona”; o juntos, como en “Las tres plumas”. En el primer cuento seguramente vemos una costumbre antigua, quizás medieval, la de que era más conveniente que los hermanos salieran de uno en uno, ya que en caso de que el primero falleciera en el camino, el siguiente hermano heredaría el reino. En “Las tres plumas”, recogido por los hermanos Grimm, los hermanos parten juntos quizás debido a la posible y prematura muerte del rey. En estos cuentos se acaba volviendo y el retorno parece lógico. Se vuelve a casa para restablecer la armonía rota por la enfermedad de un padre, o bien la misión del héroe es salvar el reino, conservarlo, perpetuarlo, demostrando que se es digno de ello. El camino no es fácil, puede estar lleno de dificultades, de pruebas, de callejones sin salida que desorientan. Unos se perderán y quien consigue completar el recorrido, superar las pruebas, orientarse para volver, aceptar el descanso que le ofrecen, escapar a la muerte, obtendrá lo prometido. Otros dos cuentos con estructura de laberinto univiario son “El príncipe Sapo” y “La princesa mona”.
En los cuentos en los que el y la protagonista acaban en otro lugar, nos encontramos con que estos abandonan el hogar para sobrevivir a situaciones de pobreza, muchas veces extrema, o para liberarse de familias disfuncionales. El protagonista puede ser masculino o femenino aunque he en estos cuentos con estructura de laberinto multiviario he encontrado muchas heroínas. Son mujeres que deben salir huyendo para salvar sus vidas, o que son vendidas, maltratadas. Quienes abusan de ellas son las personas más cercanas… por lo que resulta vital comenzar una nueva vida en otro lugar, en el que, gracias a una inderrotable fe en la vida, seguir aspirando a ser felices. Las mujeres siempre lo han tenido más difícil, como vemos en los cuentos. Ellas hacen su camino mientras tratan de recuperarse a sí mismas. También el suyo es un recorrido difícil y complicado, plagado de vicisitudes. Son recorridos arduos, en los que tienen que ser pacientes, perseverar y no desfallecer. El recorrido puede ser decidido por ellas o por los otros y cuando parece que han llegado al final, el relato da una vuelta de tuerca y las sitúa frente a otro obstáculo que parece insalvable, y que después superan con ingenio y buen hacer. Ellas y ellos no quieren ni pueden volver al lugar de donde partieron, allí hace tiempo que no hay nada. Entre los cuentos de este tipo tenemos “El pavero del Rey”, “Estrellita de oro y rabo de burro”, y “Cabeza de borrico”, un cuento donde el protagonista es masculino. En “La niña sin brazos”, la muchacha protagonista, al igual que Estrellita de oro, va a hacer un alto en el camino. En la versión de este cuento que está contaminada de elementos religiosos, la muchacha sin manos se recupera en las Puertas blancas, gracias a la ayuda de San Pedro. Sin embargo, muchos conoceremos otra versión, ésa en la que ella recupera sus brazos de un modo maravilloso, empujada por la necesidad de recuperar los miembros amputados por el Diablo para salvar a sus dos hijos de morir ahogados. Estrellita de oro pasa un tiempo en la casa de los pastores que la cuidan y le dan la oportunidad de descansar y regenerarse. Allí las encontraran sus enamorados. Este alto en el camino me recuerda a la carta XII del tarot de Marsella, El Colgado, cuyo personaje está suspendido de un pie, cabeza abajo. Parece estar colgado para integrar lo vivido.
Podemos distinguir los cuentos considerando el lugar desde el que se sale: castillo, palacio, reino, casa pobre... Y por cómo son las vías, a la ida y a la vuelta: sin obstáculos, con obstáculos y pruebas, con encuentros donde se puede recibir ayuda o no, con paradas que podríamos denominar técnicas, sin salida o en círculos. También encontramos en los cuentos maravillosos las vías falsas o fatales, esos caminos nefastos donde ocurre lo peor. Allí, los y las protagonistas, o son mutilados o son asesinados por los seres más cercanos, en un intento de hacerlos desaparecer, porque se han convertido en rivales para acceder al trono, a un lugar digno en la familia, a la propiedad, al amor…
Los laberintos de Alicia
En esta segunda parte de mi artículo dedicado a los laberintos, quiero contar algo sobre mi camino, dónde me he distraído, los tramos que he podido recorrer y los que no, cómo me he perdido y cómo lo he vuelto a encontrar. En la primera parte escribí sobre mis propios miedos y comencé a contar hasta qué punto la imagen del laberinto me ayudó a reconocerme a mí misma, a encontrar mi camino. Como recordareis, en la primera parte os conté cuánto miedo sentía al moverme por el metro: la entrada era una boca, las escaleras sus dientes, por los que tenía que descender hacia el interior... el metro era esa forma monstruosa que siempre amenazaba con engullirme. En fin, que me veía no saliendo de ahí jamás, perdida para siempre. Yo no lo llamaba laberinto, no era algo a lo que yo le pusiera un nombre. Era un monstruo, eso sí. Después os conté cómo encontré mi gran pasión, cómo a través de mi hermana y un amigo reconocí el camino. Hasta entonces, de alguna manera, no estuve en él. Fue maravilloso descubrirlo. Fue como encontrar una piedra preciosa y sentir que era mía.
Si hago una recapitulación de mi vida hasta ahora, la verdad es que me he perdido muchas veces y que me sigo perdiendo. Quizás ésa sea mi manera de avanzar, es como si siempre me pusiera a prueba… no sé. Me distraigo con facilidad y este distraerme hace que no vea, que no oiga algo, que salga por peteneras… Bien después de comenzar, mi camino en la vida se volvió dificultoso y durante un tiempo lo siguió siendo. Esto me ha dejado una impronta y es que siempre me ha costado seguir mi camino, siempre me acabo perdiendo y, sin embargo, he aprendido a volver a encontrarlo. Creo que esta capacidad de reorientarse también tiene que ver con conocer el recorrido, con lo que sabes de él. No es lo mismo ver un camino en un mapa que estar dentro del camino, la perspectiva cambia totalmente, desde arriba ves el recorrido, ves el trazado pero eso no es el camino; una vez dentro la perspectiva cambia totalmente, te ves rodeado de muchos estímulos, aparece un cruce de caminos por ahí, un desvío por allá, un callejón sin salida por acá, retrocedes porque no sabes continuar, te encuentras con un obstáculo en principio insalvable... Alguien desde fuera puede decirte por ahí, por ahí, sigue por ahí, pero tú estás dentro y no le puedes oír. Cuando organicé con Mar Val, docente de AICUENT, un taller dedicado a los laberintos, al recorrerlo, pude ver su belleza, a veces su suavidad y en otras ocasiones su dureza. Su personalidad hipnótica confunde y al mismo tiempo guía, te hace pensar para que puedas tomar decisiones, detenerte y soltar. No te quiere para él, te quiere para ti y el recorrido lo has de hacer tú. Eso es lo que vi. Acabé por relajarme dentro de él, me deje llevar, pude escuchar y responder. Fue muy bonito y muy positivo para mí. Deje de depender del lugar, de imaginármelo como un espacio hostil, para centrarme en mí, en lo que yo podía hacer.
Me he perdido en muchos sitios, en un metro, en un bosque, en un aeropuerto, en un trayecto de un pueblo a otro… la lista es larga de enumerar. Afortunadamente, ya no me asusta tanto hacerlo, puede llegar a ser divertido. Ya no me quedo paralizada, tengo recursos para volver al camino: pregunto, retrocedo, miro a mi alrededor, intento recordar por dónde vine… y después está quien te ayuda. Ahí nos encontramos con que la ayuda no nos salva, en todo caso indica, hace observar, consuela, acompaña; a veces, la ayuda que recibes no es la que esperabas. Por el contrario, hay ocasiones en las que crees que algo no te va a ayudar y sin embargo lo hace. Y a veces, quien podría ayudarte no sabe cómo, de qué manera hacerlo.
Están las ayudas indirectas y las mágicas, por supuesto. En esa ocasión en que me perdí en un bosque, estaba sola y había seguido las señales que indicaban el camino, llegue donde quería y a la vuelta, en un momento dado dejé de ver las señales, no podía reconocer el camino. Estaba en un cruce, fui hacia un lado, pero no era por ahí, fui por otro y tampoco: me había perdido. Afortunadamente llevaba el móvil, miré con serenidad la hora que era, si tenía comida y agua, y pensé qué podía hacer. No tardó en llegar la ayuda que no era ayuda, y que de alguna manera me ayudó. Fueron dos ciclistas montados en sus bicicletas que, aunque iban con sus mapas, ni ellos mismos tenían claro por dónde tirar, y al preguntarles no supieron qué decirme. Eso sí, se despidieron con un: ¡Adiós Caperucita!... Bueno -pensé- el móvil salva vidas. Así que se me ocurrió llamar a aquel número antiguo de información, 11811. Se puso una tele operadora y le dije: Mire, estoy perdida en un bosque en la provincia de Cuenca y querría hablar con la guardia civil de la zona. La chica se asustó más que yo y me dijo que si quería, podía pasar la llamada directamente al cuartel. Le dije que sí, hablé con ellos y el agente me preguntó dónde estaba; le dije que en un bosque algo quemado y él me contestó: hay muchos bosques quemados… e inmediatamente me pregunto qué recorrido había hecho, se lo explique y me dijo: mire, la vamos a ir a buscar, y como no sabemos dónde está exactamente, haremos sonar la sirena. Cuando la oiga llámenos, y así sabremos si vamos orientados o no, y así fue cómo me encontraron. Toda una aventura. Con el paso de los años también he aprendido a tener en cuenta mi intuición. Cuando me ha ordenado: ¡Retrocede! y le he hecho caso, me han pasado cosas sorprendentes. Tengo muchas anécdotas con las que podría escribir un libro… En el Camino de Santiago recibí mensajes-espejo muy importantes.
Las personas que me quieren, las que me conocen, son las que más me han ayudado, aunque muchas veces no he sabido ver el mensaje que me enviaban o me he dado cuenta tarde. A veces, no era la ayuda que necesitaba la que ellos me ofrecían; era la que me podían dar, porque no tenían otros recursos, y eso a veces me ha detenido y en otras ocasiones ha hecho que decidiera hacer otra cosa. A veces no he escuchado a mi ayudante interno por que escuchaba más a los externos y cuando le he hecho caso ha sido mágico.
Hay otro laberinto, el interno, al que también he temido. He temido perder la cabeza. El caso es que ambos laberintos, el interno y el externo, se entrelazan e influyen. Uno seguramente explica el porqué del otro. Puede que la causa de este mal sea el temor a desaparecer, no lo sé. Ahora mismo me siento capaz de lidiar con estos dos recorridos, el interno y el externo, aunque eso no quiere decir que no me siga perdiendo porque, como he explicado anteriormente, esa es mi manera de avanzar. De todas maneras, mis grandes obstáculos no han sido precisamente los externos sino los internos, esas etiquetas mentales que después no sabemos sacarnos de encima y nos impiden avanzar. Soy así, soy asá, soy esto, soy aquello, en vez de decir que lo hago así, lo hago asá, pienso así, pienso asá. También la visión que tenemos de las cosas, de lo que nos rodea, nos influye. Si yo pienso que algo es hostil para mí, se transforma en un obstáculo. También me he encontrado con recorridos internos que también son falsos; ahí me he quedado detenida sin saber qué hacer, dando vueltas sobre mí misma. Son momentos en los que me repito o me reprendo constantemente por lo mismo. Para salir de ahí he tenido que hacer verdaderos esfuerzos, hasta que aprendía a mirar hacia otra dirección y ver entonces por dónde salir.
El buen camino, para mí, es aquel que me permite llegar y conseguir lo que quiero, es aquel que me hace feliz y me da alegría, donde siento que el camino y yo somos lo mismo. Mientras escribía este artículo descubrí cosas de mí, especialmente vínculos y herencias olvidadas. Mientras buscaba una imagen para ilustrarlo, recordé que mi madre, que ahora tiene noventa y cinco años, había comenzado a hacer una pintura al óleo que representaba precisamente un laberinto; comenzó pintando las líneas y lo dejo así. Ella me había dicho alguna vez que, para ella, esta forma simbolizaba la vida y que su intención era hacernos un cuadro a cada hijo, uno que nos representase. Comenzó a pintarlo y después, por cuestiones varias, lo dejo… Hace un tiempo mi hermana y yo lo descubrimos, se lo recordamos, e incluso yo le dibujé las líneas finas que a ella le costaba hacer y le propuse acabarlo de pintar con acuarela, cosa que no le convencía, porque su idea era hacerlo al óleo, y lo volvió a olvidar. Ahora, con todo lo del artículo, al recuperar su laberinto le he vuelto a proponer acabarlo, porque a nosotros, sus hijos, nos gustaría tenerlo. Bueno, pues esta vez la idea de la acuarela le ha convencido, así que los hará, los haremos. Digo “los haremos” porque ella de repente se entusiasma y después pierde el impulso y se quedan sin hacer. Pintaremos con ella. Es bonito ver como unas cosas te conducen a otras, tanto si se trata de una cosa elegida como si no. La verdad es que me agrada sobremanera ese punto de unión con mi madre, lo que revela. En cuanto al laberinto, veo que siempre ha estado ahí esa forma sinuosa que parece no acabar. Estaba ahí antes de que yo naciera. Cada uno de nosotros tiene su propio camino, recorre su propio laberinto vital.
Escribiendo este artículo, he recordado también algo que dice mi maestra de pintura, Tere Vila Matas. Ella explica que la pintura china te permite hacer un trazo por el que puedes volver hasta hacer aparecer otro, más estrecho, más grueso. Puedes hacerlo subir y bajar, interrumpirlo para retomarlo más adelante, porque la línea en realidad nunca queda cortada, continúa en el aire y aparece en otro lugar del papel. Los trazos son como pájaros que se elevan y caen, el pincel se desliza y para, vuelve a elevarse y cae sobre el papel sin esfuerzo. En esta pintura la fuerza es interna y no se ejerce sobre el papel. Recuerdo que hace tiempo hicimos un ejercicio que consistía en usar los trazos básicos para crear formas, haciendo partir un trazo de otro. Nos permitía experimentar con las texturas y el propósito también era demostrar que los trazos son líneas naturales y de la naturaleza. Me gustó muchísimo hacerlo, fue como salir a pasear con ellos. Los trazos se cogían entre ellos de la mano y se soltaban, giraban sobre sí mismos, se apartaban, desaparecían y volvían. A partir de uno de ellos surgían los otros, nuevos trazos se creaban a partir del anterior, de tal manera que mi pincel iba y venía, se levantaba, se apoyaba, salía disparado y juntaba un trazo con otro, volvía hacia atrás para desviarse y comenzar otra vez. La flexibilidad de los pelos del pincel permite cambiar de dirección y dirigirse a otra, sin levantarlo. Cuando lo hacemos se corta su recorrido y apoyándolo en otro punto vuelve a aparecer porque, como expliqué antes, aunque no veamos el trazo pintado en el papel, está ahí, en el aire…Mirándolas durante estos días, estas pinturas me han recordado un laberinto cuyos caminos se juntan y se separan. Algunos se han cruzado tanto que se hace difícil distinguir hacia dónde se dirigen, unos irán hacia arriba o hacia abajo, a la izquierda o la derecha, atravesarán a los otros, el camino de repente se interrumpe, como si se parara y vuelve a surgir más adelante integrándose en otro, o vuelve a desaparecer. Ahí están todos los movimientos, todas las vías, las veamos o no, y forman un todo… Mirando estas dos ejercicios de caligrafía me he dado cuenta de que estaba pintando un recorrido laberíntico.