Nos vestimos para la ocasión y, al desvestir el alma, nos desnudamos por dentro tratando de ocultar la parte de nosotros que no queremos mostrar.
Y seguimos tapándonos. Y seguimos disfrazándonos.
Por agradar a miradas ajenas.
Por evitar críticas hirientes.
Y así, olvidamos quiénes somos, esperando convertirnos en aquello que otros esperan de nosotros.
Y el tiempo pasa.
Y la vida se va volando. Y nosotros dejamos de bailar.
Y cuando nos damos cuenta, estamos a las puertas de la muerte arrastrando una vida que no era nuestra, pero con la que quisimos cargar por miedo a no ser aceptados.
Y cargamos con nuestra pena, sin gloria ninguna. Y justificamos los errores cometidos lanzando dardos fuera.
Y pensamos si habrá valido la pena vivir contentando el gusto ajeno, cuando enfermos y viejos nos miramos solos frente a un espejo. Y lo único que vemos son las sombras de aquellos que nunca fuimos, por miedo a decepcionar.
Y todavía nos importa el qué dirán. Cuando el cadáver inerte yazca en paz, nuestra voz temblorosa resucitará para gritar. Y entonces... se oirá nuestra verdad.
Cuando nadie ya la pueda escuchar.